Recuerdo que aquella noche mi amigo Joshe,
anunciándose media cuadra antes con su ruidosa bicicleta llamó a la
puerta de mi habitación, a unos pasos del rio Quilcay, para invitarme a
llevar una serenata, no lo pensé dos veces, dejé mis diseños a medias en
el tablero y sin que se despierte jalé mi acordeón que se cobijaba
debajo del catre y nos enrumbamos a las afueras de la ciudad.
¡Nos
van a pagar!, comentó mi amigo, incrementando mi entusiasmo, algo que
en realidad nunca se concretó. Con el pretexto de calentar la garganta
nos dirigimos al bar El Volante de la avenida Centenario, donde me dio
más detalles del peculiar servicio para el que nos había contratado un
próspero ingeniero de minas intentando conquistar a una hermosa y
afortunada viuda, que estaba de cumpleaños.
Teníamos como una hora
para ensayar el repertorio “serenatero”, y ese bar era el apropiado,
siempre pedíamos una gaseosa y los parroquianos entusiasmados nos
llenaban la mesa de botellas de cerveza a cambio de interpretar los
pedidos musicales. Nos dábamos el lujo en algunas madrugadas de dejar la
mesa con botellas cerradas.
A la hora indicada por el pretendiente y
contratante, y luego de caminar varias cuadras fuera de la ciudad. -No
me estarás llevando a Carhuaz?, le bromeé. En el desvío a Marian nos
esperaba el ingeniero, gigante como un poste, mi amigo barbudo no le
llegaba a los hombros, colgaba de sus manos un balde blanco de fierro
enlosado como los que mi abuelita Auristela llenaba de leche de sus
vacas, estaba lleno con pisco sour, mi trago preferido. Añañau -susurré,
poniendo mi instrumento al pecho. ¡Feliz se recibe el año…..! Y se
estremeció el oscuro y accidentado sendero, secundado por los acordes de
las temblorosas cuerdas. A los pocos minutos una luz se encendió dentro
de las mamparas, la silueta de la voluptuosa dama se acercó al teléfono
y no a abrirnos la puerta como pensábamos. Seguimos con nuestro
repertorio especialmente preparado para la ocasión, los perros de los
vecinos que ladraron al inicio de nuestra intervención se cansaron o se
acostumbraron a nuestro toque. Ese momento me imaginaba que estaba en
Corongo, con mi amigo Beto en una esquina de Cayarina, donde en el
silencio plácido nuestra melodía podía llegar hasta Ushquish y siempre
nos agradecían. En una oportunidad doña Anita la carcelera abrió su
puerta para agradecernos de manera muy cortés. Y algunas veces se armaba
la jarana que incluía caldo de gallina en la madrugada.
¡Ya son
las doce de la noche…!, Dimos la hora con las letras de un conocido
huayno, y nada, la dueña del onomástico se había apoderado del fono y no
se inmutaba ante nuestra bulliciosa presencia. Nervioso el pretendiente
nos servía tazas llenas del contenido espumante del balde, que
sorbíamos sin dejar de tocar y cantar.
Hasta que sucedió lo que
temía, se apagó la luz de la casa y también toda posibilidad que nos
abran la puerta. Literalmente choteado nuestro cliente ya se había
consumido la mitad del trago preparado, queriendo llorar por semejante
desplante, nos tomó de los hombros y nos enrumbó por las inmediaciones
del mercado del barrio del Centenario, a un barcito sin cartel que era
su refugio. La puerta de madera era pequeña, estaba cerrada, pero dejaba
filtrar la luz del foco de 50 watts que colgaba de la empanzada viga
central. Al primer toque con sus manazas, la música del tocadiscos se
detuvo. ¡Comadre!- Llamó varias veces. De pronto con una patada dejando
las huellas de sus botas de minero, mínimo talla 45, se abrió la puerta
por la que ingresamos, mis acompañante lo hicieron agachándose. La
dueña del local sorprendida reclamó la forma de ingresar a su compadre,
que para entonces estaba enfurecido. Te compro tu puerta, te compro tu
cantina, quiero que mis músicos tomen lo que quieran-, ordenaba con
tono insultante.
De pronto de la única mesa ocupada, un enfurecido
parroquiano sacó la cara por la casa. Era un sujeto bastante bajito,
pero con una lengua que le triplicaba su tamaño.
De pronto me vi
entre los dos, frente a frente, y los relacioné por la talla con mis
amigos del colegio de Corongo, con Juan, solo que éste era unos 10
centímetros más chato y al de mi derecha a mi primo Rubén, pero el
ingeniero era unos 20 centímetros más alto.
Cuando me estoy
divirtiendo con mis comparaciones, el bajito sacó desafiante del cinto
un revolver, el ingeniero se defendió mostrando su pistola. Se retaron a
un duelo.
El clima se puso tenso, el tocadiscos dejó de girar, mi borrachera huyó despavorida dejándome temblando.
Los segundos pasaron densos, los silencios se incrementaron con las
agitas discusiones, faltaba aire, la muerte empezó a rondar. Tenía a dos
enfurecidos y armados a los costados y solo mi acordeón como coraza.
De pronto, Joshe cogió su guitarra, se la puso al pecho y se puso a cantar –“ Mi barrio La Soledad, es de Huaraz la Capital…”
Nervioso seguí la línea melódica con el acordeón. Nuestro huayno llenó
todos los vacíos de la convulsionada situación. El canto desgarrado
conmovió a los bravucones, quienes con el arma en la mano y sollozando,
pidieron suplicantes que siguiéramos tocando. Hasta que la aurora nos
sorprendió shinca shincas, pero sanos y salvos.
1 Comments
Muy interesante,un deleite leer la última serenata.
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