Lasa Fiestas del 14 de Setiembre en Corongo

ANEXO VI

Tomado de las memorias de Julio Olivera

Habitualmente en septiembre pasábamos las fiestas del 14 en Corongo o solíamos irnos al “fundo” con frecuencia. Salía de cacería con la “Winchester” familiar y con los caballos “Culebrita “ o “El Tito”, que marcaban el paso en el lugar; muy enjaezados y llenos de brío, montura de galápago, estribos amplios y jatos de plata labrada que eran lo mejor de las caballerizas.

La Iglesia desenvuelve sin duda una actividad social pintoresca. Las festividades religiosas con su séquito multicolor de procesiones y comparsas enriquecen el paisaje.

Hay una ansiedad en la espera y un fervor inquietante en la proximidad de las fiestas patronales de estos días de septiembre. Es un revuelo religioso y social. La juventud vuelca su vehemencia y los corazones mitigan su angustia. Así mismo traen como secuela, robos, atracos y borracheras. Pero la fe religiosa se acrecienta y los espíritus se ungen de una piedad mística. La pompa de una liturgia fastuosa se hace más grandiosa y solemne, le añade colorido y celebridad.

Para tan augusta ocasión sale a relucir toda la riqueza del culto, su ceremonial y coreografía de gala, su rito de fiesta, su estilo florido. Las imágenes ostentan sus más ricos y enjoyados vestidos, los sacerdotes sus ornamentos de oro y hasta la feligresía se acicalan con sus mejores prendas. Es una justa de suntuosidad y lujo... como transporta y deslumbran los mantos de azafrán, los brocados de oro y las dalmáticas guarnecidas de crisoberilos, de carbúnculos y topacios, de espinelas y amatistas, de gemas y de cornalinas. Los velatorios tremolan sus brillantes y púrpuras y los cubre cáliz resplandecen su albura a través de los festones de oro. En el Templo de San Pedro de Corongo, la profusión de cirios excita la fantasía; por todas partes las flores ofrendan su perfume y los tules y velos que penden de los ábsides se pierden en la nube del incienso. Las voces del coro languidecen en esta atmósfera, se conturban y arrebatan, rebotan en las bóvedas, penetran en las almas y las hacen soñar y elevarse en la melodía.

Tras la policroma ostentación del Templo viene el esplendor de las procesiones. El arreglo del anda es también cuestión de mística religiosa y de estilo especial. En las calles adyacentes “las matracas” crepitan y las apuestas jalonan los ánimos. Hay columnas de cera con mechones que se arrebatan y en los altares cerillas multicolores, repujadas y labradas con esmero. Pero lo que más sobresale son los castillos de cera, verdaderos monumentos de arte que los devotos portan en sus hombres, mientras comparsas de festejos cabriolean una danza autóctona con las “champaras”. Es la danza de los “Shajshas”.

Tal el lenguaje y la liturgia en las festividades religiosas de estos días de septiembre. A través de ellas brota una emanación de belleza o de fluido magnético que hace tan querido y ansiado el culto católico.

En esta fiesta “El Rompimiento”, de fama legendaria, es donde las bandas populares en una de las noches de la festividad ofrecen su melodía enervante. Las devotas con un velón en la mano bailan su ensueño; parejas de disfrazados irrumpen al centro y se dan a la embriaguez de la danza.

Mujeres u hombres que garbean solos, apenas entrevén una persona de su gusto, de un jalón lo pone a su lado y trenzados en el ritmo y la intriga se entregan al torbellino del baile. Quizá por eso se raptaron a la Zarca y la Juliana. Borbotea el trago y el jerez o el anís del mono; uno que otro grito se apaga en el barullo o gime como un compás de la fiesta. Y miles de almas repletas en las calles ganadas por la melodía cumplen el rito. El claro de la aurora al amanecer ahuyenta a las parejas. En las aceras algún vencido aduerme su vértigo, mientras las devotas con el cabo del velón siguen delirando ritmos nostálgicos.

Parejas de enamorados y enjambre de jóvenes que se han dado la palabra o han sido raptados para venir a las fiestas se juntan en las esquinas al son de la música de los “chirocos” y asumen aires de pulcritud y las parejas forman ruedos y acicalan sus ritmos. Después hay un periodo de fuga y de ansiedad emotiva. La gente vuelve a sus parcelas o sus villas y aquí nunca paso nada. Algún osado galán que ha merodeado tras los grupos en pos de alguna belleza esquiva, de un manotón lo arranca de su pareja y carga con ella. El rapto tan sigiloso y audaz lo ha advertido el infortunado varón, como Atacho, que ha sufrido la pérdida de su amada. Y la música sensual y voluptuosa prosigue impertérrita urgiendo a la aventura y a la dicha. Corongo es una población crepuscular. Su plano sin declives, sus calles rectas y amplias, su rio cristalino, su Puente de calicanto, su plaza con portales le dan una fisonomía especial.

Luego está el Cerro de San Cristóbal y el alfombrado de Cochapampa, para solaz de las fiestas y corridas de toros y caballos. Por Caullo y Zincona la campiña se recoge y recorta. Por Ato y Ñahuin se esfuman y sirven de ruta al magnífico paisaje de la puna: un manto de césped tachonado de lagunas y nevados en la Pampa de Tuctubamba. La ciudad esta circundada por cerros rojizos decorados en mayo y abril por flores de nabo y amapola. Al sur este está el nevado del Champará, le presta su diafanidad y el sortilegio y sugestión de su belleza y lejanía. La cumbre argentada es señorial; sus bastos contornos, sus atrevidas aristas, sus enormes farallones y sus extensas faldas de armiño absorben la atención y dan vuelo a la imaginación y fantasía.

En esta reverberante superficie de cristal salpicado de cuarzo y granito hay el boceto gigantesco del escudo nacional que el ande ha esculpido con gajos de nieve. Por sobre las franjas de cobalto y grosularia flamean las banderas su dignidad; la llama luce su nívea silueta en un campo de lapislázuli y el árbol de la quina asienta sus raíces en surcos argentados. Fue en esta magnifica visión del paisaje que don Simón Bolívar en su paso por Corongo en 1824 concibió los lineamientos del Escudo Nacional Peruano y que se cristalizara por ley de 25 de febrero de 1825. Al Este de Corongo se levanta la cumbre de Clarin-Irca. En sus faldas floreció la Cultura Churtay. Clarin-Irca es un regulador cromático del paisaje: su falda occidental es roja y la arcilla aclara el escenario coronguino; en tanto que por la parte oriental es de pizarra negra descompuesta.

Por sobre este lienzo plomizo de la campiña están los cortijos de Yanaurán, San Isidro y Cajahuacta con sus inquietantes cercas de cultivo y sus alizares. Son los vestíbulos de Aco. El pequeño poblado se enfila a lo largo de la ruta y hay en su expresión una amabilidad entrañable que hace dulce y querida la estancia. Por encima del pueblo las pampas de Hualla se recortan como un tablero de damas y por la parte baja están las ricas vegas de Succha, Herhuayoc y Yaurimpuco.

Las “Pallas” son el exponente máximo del festejo. Cuando la mujer no ha hecho voto religioso de bailar es escogida de entre las más apuestas de la comarca. Viste de cuatro a seis fustes primorosamente festonados de encajes; recillas de seda ajustan la cintura y cuelgan como dragoneras al costado; un traje de terciopelo de seda recamado y bordado de oro se ajusta al talle, dejando un costado abierto y orillado de alamares en su parte alta para lucir el ropaje interior y dar soltura a los movimientos de la danza. En el brocado de seda del corpiño se ha engastado una profusión de alhajas. Pende del cuello collares y gargantillas que rellenan el escote y, de los pabellones cuelgan caravanas con diamantes. En los brazos, mangas holgadas flotan la vaporosa sedería y dan admirar los brazaletes, las pulseras y los recargados anillos de las manos. Una inmensa peineta, de tipo argelino-sevillano sirve para recoger el pelo y cubrir a manera de sombrilla, está adornada de finísimas y multicolores plumas y de primorosas flores de seda. Es uno de los aditamentos que más la realza y distingue. Remata la peineta en cintas de seda multicolor que cuelgan sobre la espalda y ondulan el compás de los movimientos de la danza.

Tan rico vestido sirve para elevar el fausto del baile, ya que en el curso del ritmo las faldas ejecutan movimientos de abanico y el vuelo de las mangas flotan como alas, mientras la peineta lleva el compás de la música. Cada “palla” lleva uno o dos guardianas que custodian el tesoro de que esta adornado y con este respaldo se entrega a la armonía musical y da curso a su ansiedad con un primor estético indescifrable. Y baila su emoción y su quimera, su fantasía y su ensueño; y, su cuerpo encandilado da a recitar romanzas y poemas en las sinfonías de las líneas en floración y dádiva. Su facultad interpretativa y creadora se sutila y ejecuta en sus movimientos bellezas de formas y melodías rítmicas que son el trasunto de su exquisitez gracia y el alma de su delicado paisaje. Escena importante constituye el tocado y arreglo de una “palla”. Es una verdadera fiesta social. Vestir una “palla” es una justa artística, donde el buen gusto y la riqueza rivalizan. De este acierto y pericia ha de brotar el triunfo y ha de salir la airosa reina de las “Pallas”. De cuatro a cinco de la tarde del día 28 de junio se muestra a las modistas la profusión de alhajas y ropa acopiados; se escoge y elige la que más conviene y acomoda a la doncella, se consulta a los expertos y observadores especialmente invitados, se prueba y se ensaya una y diez veces hasta que la esbeltez y la soltura entonen con la apostura y Julio Olivera el movimiento.

Tras una laboriosa elección suntuaria ha quedado definido el vestido. Entre tanto ha llegado la hora de la cena y observadores y modistas en torno a la mesa comentan, auguran, vaticinan, brindan por el triunfo de su “palla”. Al final de los postres reposa la doncella y a las doce de la noche se le aplica un masaje con ungüentos tonificantes.

Mientras tanto se hace la aspersión cuidadosa de los perfumes en cada una de las prendas. Se inicia el vestido con un fervor y refinamiento de artífices. Ante cada una de las prendas la doncella se extrémese, su ansiedad no tiene reposo; sabe y presiente que su destino se acuna en el lustre y los pliegues de la ropa que poco a poco le cubren y lo transforman en una magnolia. Y un pudor de Virgen le acosa con aquel persistente escozor de desazón y madurez que hace aflorar los capullos y brotar el fuego de la pasión. Las modistas han dado fin a su obra maestra. Son las dos de la mañana y la música vernacular de ritualidad anuncia la danza del alba.

Una melodía de crepúsculo llena el ambiente y la “palla” sobrexcitada en el periodo del arreglo ingresa al escenario. Es en los salones y patios de la casa donde inicia los primeros pasos del baile y donde ensaya figuraras para empalmarlos con sonrisas y requiebros. Luego sale a la calle e ingresa a la plaza siguiendo el compás de la música y ejecutando movimientos estereométricos, concéntricos, esguinces inasibles y abstractos que le vienen del interior como un lenguaje plástico. Es una estatua melódica donde el movimiento se ha sublimado, al ritmo de “los Chirocos” y “Cajas Roncadoras”.

Luego como de regreso de un sueño la “palla” espolvorea sonrisas, regala remilgos, vuelve a los giros alegres, derrocha gracia, fascina y cautiva. El busto en la flexión de la danza se colma de ansiedad, la línea escultural se desborda, caracolea, crepitan fosforescencias, estallan deseos y los movimientos en aceleración han levantado las enaguas e inflado las mangas.

Son tan ágiles y raudos los giros que la “palla” va a volar o desaparecer. Más la música cambia de compás y la “palla” prosigue su recorrido en el torneo con un donaire pulquérrimo y alquitarado. Baila todo el día y a las seis de la tarde se reúnen en l plaza como en una justa. Es un desfile suntuoso y bajo el arco de las miradas y vehemencias del público las doncellas se superan. La erudición de la danza, el prodigio del estilo, el sabor aromatizado de la gracia, del buen gusto dan a lucir sus mejores galas.

Es de esta competencia de donde va a salir la Reyna de las “Pallas” y las novias de los galanes. Y consientes de su destino se entregan las doncellas al vértigo de la danza con un fervor de pitonisas y un lujo de bayaderas. Ejecutan piruetas rítmicas, vuelos geométricos, movimientos lentos y cadenciosos que le dan gentileza y soberanía que adormecen y embriagan.

Julio Olivera Oré

Fotografías: Pallas y Panatahuas tomadas de la galeria de Raúl Egúsquiza Turriate

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