Delirios de boxeo...

Las labores rutinarias en los pueblos escondidos en los extravíos de los andes peruanos transcurren en ocupaciones en la agricultura o de la crianza del ganado de muchos los que los habitan y también con otros más que representan a los intereses del estado en ellas más aún si son las capitales de provincias, dándoles a estas un status de cierta importancia comercial, cultural o deportiva en la región donde esta se asiente. 

Corongo pujante ciudad y capital provincial está incluida también en una rutina de labor semanal tranquila y apaciguada, cambiando radicalmente esta con la llegada del día domingo que se ve ajetreada por la irrupción de muchos pobladores de caseríos y distritos aledaño con sus productos producidos en sus tierras para ser comercializados en el mercado municipal.

En este día se descuelgan de los viejos percheros las vestimentas que solo se usan como un dominguero atavío a modo de lucida vanidad provinciana tratando de no estropearlo porque tal vez es el único que se tenga para lucir por la carencia económica que se vive. 

La mañana comienza con un despliegue generoso de comerciantes que exhiben sus productos en improvisado puesto abiertos por único día semanal del mercado, encontrando a vendedores de Ñahuin ofertando las riquísimas papas nativas como la retama, los quesos de Aco o Cuzca, las riquísimas frutas producidas en las tierras de La Pampa que llegan en las chipas forradas con hojas de plátanos para que no se caigan durante el trayecto, los ajíes y tomates de Yupan o Bambas, los huevos de gallina criadas en las chacras de Aticara o también algún vendedor de algún cerdo coronguino criado y alimentado con la cebada producida en la huapacas del Callahuaca  y como corolario a todo esto la llegada al atardecer sabatino de la chimbotana que trae el pescado seco o el bonito fresco u algún otro producto costeño para satisfacer los antojados paladares de extrañados platos marinos embalados en los balay de jengibre para su transporte en el tren y luego en el ómnibus coronguino.

Las bancas de la plaza de armas están ocupadas ya, por la reunión de los amigos que se juntan para charlar, comentar o confraternizar con viejas amistades que de repente se dejaron de ver por algún tiempo y dará motivo para buscar el acostumbrado local comercial preferido para “rociar” la reunión con unas cervezas Pilsen Callao   esto será el inicio de una interminable rueda de vasos que deben de terminar   secos y volteado tal como lo resalta el viejo afiche de cartón brilloso a modo de decoración y propaganda en la pared de la tienda de don Patrocinio Trevejo.

Las horas de la amena reunión avanzan indefectiblemente con inusitada rapidez en una tarde dominguera y las sombras de la noche llegan ya sin ningún aviso. Teodocio Ingar “Piuchi” en una reacción instintiva se levanta y aleja del lugar avanzando lentamente cual guerrero en retirada buscando sus cuarteles de invierno para su descanso absoluto.

Llega a la puerta de su vivienda y la abre más por instinto que por acción premeditada dado el estado etílico en que se encuentra e ingresa a sus aposentos en busca de su dormitorio en una total oscuridad sintiendo que alguien lo retiene delante de él antes de llegar a ella y en forma instintiva le lanza un empujón acompañando algunas palabras soeces para atarantar al intruso que su camino interfiere y se pone en guardia con los puños listos para contraatacar del anónimo contrincante recibiendo como vuelto a su provocación un fuerte golpe de empujón que lo envía de espaldas a la “lona” por su débil estabilidad etílica y al querer levantarse siente en la cara se le va llenando de sangre y dentro de su delirante embriaguez cree que ha sido herido traicioneramente y lanza gritos de auxilio que es escuchado por sus familiares que se encontraban descansando ya y corren en su ayuda encendiendo el foco de luz eléctrica que emite una débil luminosidad por la baja potencia de la planta eléctrica que ilumina las noches coronguinas encontrando a "Piuchi" tirado con la cara manchada de sangre pidiendo que llamen a la policía para que detengan al agresor antes de que huya.

El inerte cuerpo de la res de reciente sacrificio yacía colgada de la viga de la casa para su conservación tradición que con el tiempo perdura en las costumbres alto andinas y fue la culpable del anecdótico trance suscitado que la ley universal de la gravedad se encargó de provocar.

Las horas de la noche en la apacible comodidad de la cama harán que se esfumen todo recuerdo del fortuito encuentro que al día siguiente los familiares comentaran como un hecho anecdótico que celebrar por las etílicas ocurrencias vividas al final de un rociado domingo coronguino.


Anecdota  recopilada por Samuel Nieves Reyescontada por Carmen Rosa Díaz Vargas.

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