Montaña que lloras...

Hoy me he sentado en tu cima, para darle un vistazo a los recuerdos que guardo siempre escondidos en las profundidades de mi ser y que en algunas noches, estas, desbordan los límites de la subconsciencia y las renazco en escénicas nostalgias que siempre me acompañan.

Desde esta, tu privilegiada ubicación geográfica, trazo en las profundidades de mi visión, los cuatro puntos cardinales que con facilidad contemplo desde tus alturas y puedo ver claramente los senderos en las lejanías; de recorridos en el ayer, de pisadas dejadas en sus caminos, y que, recorren seguramente aun las sendas perdidas en el tiempo, con fresca nitidez de recuerdos guardados en las memorias perfectas, de humanas codificaciones interna de mi ser.

Al norte, contemplo nostálgico estos trazos de los caminos perdidos entre cañadas y quebradas empequeñecidas por las distancias, escondidas en el verdor nubloso de las alturas andinas, que extasía mi espíritu, de alucinantes momentos de vida en las huellas dejadas en sus húmedos y fríos caminos.

Estas aún quedan para mi, impregnadas de gratos recuerdos, como gratos fueron los tiempos pasados que los tuve yo, cuando las recorrí. Mi admiración por estos parajes alto andinos de humedales, ichus y de esporádicas puyas de Raymondi juntos a las azuladas lagunas escondidas de bravos toros pastando en sus orillas, arrancando los pajonales de tus punas para rumiarlas luego entre sombras de negros nubarrones e interminables neblinas frías casi siempre; admiración nacida en mí, cuando yo también nacía aun, en los primeros recorridos en brazos de mama desde Cabana a Corongo a lomo de resistentes corceles.

Obligada por las circunstancias de un mejor porvenir laboral de mi joven padre, destacado por su jefatura hacia la joven provincia también. Copiosas lluvias, granizadas violentas, truenos y relámpagos brillantes, retumbando allí cerca a los que recorren tus caminos, y en los bien empedrados trechos que también aún quedan, nos muestran que tubo épocas mejores de masivos recorridos por ellas en el pasado del dominante y poderoso imperio incaico.

Al fondo, en el noroeste de tu frígida explanada del Tuctubamba, la cordillera blanca muestran las últimas cumbres nevadas de la cadena de los andes peruanos, que son inmensos naturales almacenes de hielo, para ser tomados por rudos pobladores que la sacan en trozos y lo trasladan a lomo de bestia en largas caminatas, hasta, las plazas de alguna población andina, cercana para convertir los preparados de la fresca leche de vaca, en exquisitos helados de fiesta patronal, trabajados en los vientres metálicos de máquinas cubicas artesanales que ya no existen, ya, a ser degustados en porciones esféricas heladas de inigualable sabor, que los hielos naturales nos regalan generosamente.

Cuando, en algunas ocasiones, algún iluminado día del verano andino que la naturaleza regala al cabalgante visitante, en estos lares, se puede sentir sensaciones indescriptibles también de gozo espiritual al contemplar la belleza del infinito cielo azul, la inmensidad de nuestro mundo y al recorrer con nuestras vistas en las distancias más bajas se verán, las iluminadas montañas de la geografía serrana a todo sol, en cuyas faldas y valles se ubican los hermosos poblados de rojizos techos y verdes campos, cultivados de siembras esenciales para la alimentación diaria de los que la habitan.

Giro ahora, al este geográfico y desde tu cumbre busco una ubicación segura, allí encima de los verticales acantilados que parecen interminables para abajo, que parece nunca acabar pero sé que llegan hasta el lecho del rio Manta que en alguna vez la anduve también, y, superando el natural nerviosismo mostrado, comienzo a recorrer en amplitud acuciosa de ávidas ojeadas, todos los verdes rincones en las encañadas y callejones, que bajan desde las esporádicas cumbres nevadas que hoy quedan aún, e, instintivamente me veo cabalgando los caminos que los transite, en busca de las truchas del rio manta, en el sector de Succha con mi cordel de anzuelos en las alforjas y mi tarro de lata que alguna vez contuvo café instantáneo, ahora, llena de apetitosas lombrices para la carnada de las voraces truchas, que pinchadas las esperaran en mis el anzuelos preparados para ello.

Solíamos salir de madrugada desde Corongo junto a Shiguina, Bedoya y algún otro “pescador”, llenos de ilusiones y comentarios interminables de las ocurrencias vividas en nuestras diarias jornadas estudiantiles y que celebrábamos a carcajadas para que nuestro viaje no sea tediosa en las oscuridades de nuestro recorrido. ¿Miedo a lo inhóspito de los caminos?, nunca lo sentíamos porque a esa edad la adrenalina por la aventura brota por los poros de nuestra adolescencia, que además, la reforzábamos con nuestra retrocarga calibre 16 siempre lista para el disparo a alguna esporádica presa que se cruce por nuestro camino u a algún fortuito personaje que intrigue nuestro recorrido.

 Seis o siete de la mañana ya en las orillas del rio Manta, preparábamos los anzuelos con las lombrices incrustadas a lo largo de su tubular cuerpo y buscábamos la ubicación en algún remanso escondido u en algún remolino frágil de aguas y allí esperábamos los tirones de la línea de nylon en nuestras sensibles mano, para jalar con una leve violencia y asegurar que la trucha quede prisionera de ella y verla salir agitada de rabos, y fuera del agua, saber las dimensiones de ellas y comentar a los compañeros si habíamos encontrado el lugar perfecto de pesca, que al promediar el medio día nos sea satisfactoria la jornada y nos preparemos para volver a casa a la que llegaremos seguramente al final de la tarde o al comenzar de la noche tal vez, ya. Montaña que lloras…

 Desde aquí, pierdo también mis miradas en las alturas de Tarica, la hacienda de Urcon y me veo trepando hacia las punas de Cahuacona, acurrucado bajo la cubierta de la gigantesca lona que cubre la canastilla del techo del “Heraldo de los Andes” en medio de maletas y bultos de viajeros y que lentamente recorre las húmedas carreteras de penetración con destino a Palo Seco, hasta donde llegaba la trocha fangosa carrozable que por esos tiempos se construía, como vía de comunicación hacia Pomabamba. Recuerdo, que al comando del timón del ómnibus estaba un joven chofer apellidado Silva, un nativo Cajamarquez y reconocido conductor de estas rutas, que para matar el tedioso viaje en los solitarios y fríos parajes, echaba al aire hermosos pasillos ecuatorianos en su entonada voz musical, más aún si entre las viajeras, se encontraba alguna agraciada moza por la que le brillaban sus grandes ojos de conquistador empedernido y de buena presencia, que su juventud le regalaba, en el medio de la treintena de pasajeros que transportaba, recogidos estos, en la estación del tren de Yungaypampa. A más de una, arrancaba en suspiros al verlo conducir y cantar.

Esos carnales placeres tenían sus costos también, porque aún viven en mi memoria ver a las muchachas que con algún bebe en brazos le esperaban, en los pueblos pasados para reclamarle su atención u algún otro pedido medical de madre, para el crio llegado, producto seguramente de los hormonal romances que su juventud le regalaba. Montaña que lloras…

Ahora voy girando mi mirada hacia el sur y en la cumbre veo a plenitud al nevado del Champara, y, lo encuentro casi en paños menores, es un decir, porque desde aquí se ven las bases rocosas en la que se yergue y que no se notan desde el valle coronguino al cual las esconde para beneplácito nuestro y del visitante llegado. Al pie de estas alturas, está el rio Manta y su descenso gravitacional desde los nevados cuzquinos, va entrando en las cañadas de los valles más templados y cambia su nombre al de rio Rupaj en los pagos de los baños termales de Pacatqui, al pie de la Culebrilla, a donde se bajaba por el antiguo camino de herradura en zig zag casi vertical, que un pretérito tiempo que fue la vía utilizada por el poblador coronguino y para cruzar el caudaloso rio, construyeron un largo y estrecho puente colgante, de acerados cordeles de apoyo anclado a la peña y de crujientes maderos transversales, que al paso de los animales de carga y acémilas de cabalgadura de los viajeros, estos corcoveaban e iniciaban una resistida caminata a través de ella, por el tenebroso balanceo de la estructura y aterradoras miradas hacia las corrientes de agua, tronando bajo los pies de los pasantes.

También aquí, bajábamos algún fin de semana para echar nuestra atarraya de pesca al rio, al cual llegábamos aprovechando el paso del carro de pasajeros que bajaba temprano hacia Yungaypampa y lo esperábamos a su vuelta en la tarde para subir a Corongo, con nuestra pesca del día. Nuestra extrañada diversión de pescadores trucheros con atarraya son inolvidables muchas veces de hambre y lleno de picaduras de los mosquitos, que al parecer nuestra apetitosa sangre “fría” de las alturas les agradaba sobremanera. Montaña que lloras…

Ahora escudriño al sur, las azuladas cumbres de la cordillera negra y me imagino transportarme hacia esos lugares del Callejon de Huaylas, el Cañón del Pato, el rio Santa, bajando fuerte en aguas hacia la costa y por sus orillas el tendido de rieles del ferrocarril desde Huallanca hacia la Chimbote, que lo recuerdo siempre con su pujante locomotora echando humos y bulliciosos pitos de exclusivos sonidos de esas máquinas de vapor, en replicadas resonancias armónicas de ecos en las cañadas que lo encajonan. Transporte masivo que llenaban de vida, a todas las poblaciones estacionales asentadas en sus orillas. La trágica tarde del terremoto del 31 de mayo del año 70, partió el tren para nunca más volver a tronar, por esos montañosos y áridos lugares. Montaña que lloras…

Al oeste a tus pies esta Corongo, tu pueblo custodiado en el hermoso valle del rio del mismo nombre, bajado desde el Tuctubamba. Asentado está junto a ti en una inseparable ligazón natural por siempre que desde aquí la contemplo apacible, generosa, andina, con sus techos de rojizas tejas a doble agua y blancas paredes de adobe aun, sentirse segura junto a ti... Montaña que lloras… Montaña que sufres… herida seguramente por las frígidas corrientes de aire que te encuentran en su camino… Montaña que desde tus alturas me he visto hoy, como si fuera el ayer, gracias por ese privilegio vivido juntos.

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