El retorno… añorado

Para muchos coronguinos las múltiples responsabilidades de cada uno en el particular diario trajinar residencial de la  urbe capitalina, a la llega el mes de junio, en cada día que pasa, va tornándose en  aceleradas ansiedades de comenzar a contar con especial avidez los días contenidos en ella, como queriendo romper las leyes universales del curvado espacio celestial para apresurar el tiempo de los sentimientos añorados y de recuerdos inolvidables que el corazón  reclama, en, un ansiado retorno a la tierra bendita que siempre estará allí en una parsimoniosa nobleza espera  escondido en su privilegiada ubicación de los extravíos alto andinos de los andes ancashinos.

 Pueden haberse corrido tal vez ya una larga cortina de años en el transcurrir de nuestras vidas, pero, que a pesar de ello los que disfrutaron en los primeros años de sus existencias en ella saboreando de las bondadosas y cristalinas aguas de sus corriente acuíferas y oxigenando sus organismos con los aires alcanforados, frescos y puros, así como también alimentándose de los frutos que sus suelos dan, estas serán siempre las más  poderosas razones que obligan a pensar a los pródigos coronguinos en el ansiado retorno a ella.

Los días de este apresurado mes de junio nos ubican ya en la partida programada para las primeras horas de la mañana esperada, del ansiado viaje, en la sala de embarque de la agencia de la  empresa de transportes provinciales aquí en Lima, tan concurrida ya por los coronguinos desde los que con un par de meses de anticipación hicieron los pagos adelantados por un asiento del bus, junto a los de última hora también llegados apresurados con las esperanzas a que puedan abordarlo en la hora de salida, si le acomodan en algún recoveco libre del bus algún espacio para viajar.



Aglomerados con los paquetes de viaje junto a nosotros en la sala de espera, hacen lo mismo muchos más de los paisanos viajantes, ocasión propicia para que iniciemos un cruce de miradas alrededor nuestro y recibamos saludos de algunos oportunos compañeros de juventud que encontramos, casi desconocidos, que, a muchos de ellos no veíamos en largos tiempos idos, pero, que reconocemos después de las dudas primeras y por algún conocido detalle guardados en nuestros recuerdos íntimos que afloran rápidamente desde nuestras memorias y escenifican instantáneamente en algunos momentos vividos de
  actividades infantiles o de colegiales en nuestro terruño, y ese es el diferenciado sentimiento que suele conmover nuestros corazones en sonrisas, alegrías y gestos de saludos de los nuevos reencuentros como una extrañada satisfacción existencial de vivencia nuestra. Perdidas en el tiempo.

La hora de partida llega y se emprende el largo viaje de retorno y en nuestros pensamientos vamos reconstruyendo sucesos de pretéritos momentos vividos por algún comentario que llega a nuestros oídos desde un cercano asiento al nuestro, como mágicos toques de cargas energéticas de positivismo aliento, que, nos trasladan a los agradables recuerdos vividos, allá, en el aún lejano lugar de nuestro destino por el momento, pero que sirven de recargas emocionales gratificantes, para emprender con emoción el largo viaje que nos espera.

El bus provinciano, devora los kilómetros carreteros de la panamericana norte en largas horas de viaje y al atardecer del día cruza Chimbote, la gigantesca urbe ancashina resultado de la migración provinciana principalmente andina de la mitad del siglo pasado, y ya no más, mientras nos introducimos a ella, nuestros órganos olfativos no detectan el intenso olor que eran emanados por las chimeneas de las fábricas pesqueras, como cuando lo hacían en el antaño, cuando  expulsaban en sus calientes vapores por sus escapes altos el fuerte olor a pescado cocido, y esparcidas eran aquellas por las corrientes de aire en todas las direcciones posibles, producto de una dorada época de producción y procesamiento de la pesca diaria que llegaban a sus plantas. Que hoy seguramente a muchos de los viajeros mayores del bus, también les queda hasta ahora como gratos recuerdos de una mejor época vivida por los habitantes chimbotanos.

Recordamos cuando este gigantesco, puerto era llamado el primer centro pesquero del mundo, con sus  laboriosos pescadores bien remunerados al final de sus largas  jornadas de pesca con ingentes fajos de billetes en los bolsillos, fruto de sus internamientos en el mar y a sus vueltas, estos, en la libertad de sus descansos, las gastaban también a manos llenas disfrutándolas de los placeres y vanidades posibles principalmente en una cantina, o prostíbulo de las muchas que abundaban por aquellas épocas allí.

La bahía chimbotana, en esos tiempos, era, un inmenso edén marino de bolicheras multicolores, que, en vaivenes armoniosos y coreográficos movimientos, recreaban la vista de los visitantes llegados hasta sus orillas principalmente andinos llegados en busca de un mejor porvenir económico que todo ser humano, sueña.

También a la distancia, se, podían ver gigantescos navíos de carga extranjeros anclados en estáticas posiciones marinas de fondeo y que cuando muchas veces estas emprendían la partida de, ella, principalmente en las madrugadas cuando la ciudad dormía apaciblemente, aun, estos gigantescos barcos de carga en sus maniobras de salidas del puerto, eran conocidas por todos los chimbotanos que ya partían,  cuando emitían cortos pero potentes bramidos de sonidos graves de sus pitos, a modo de despedida, que, quizás o  tal vez, eran, también el encriptado mensaje para la amada circunstancial que dejaban y que el marinero errante de otros mundos, a cargo de las inmensas naves partían lanzando al espacio en sus pitos graves e inconfundibles, un adiós, para siempre jamás volverse a ver.

Nosotros, despertamos de nuestros  instantáneos recuerdos presentados a ojo abierto hoy, en este viaje en el bus pasante, y, vamos dejando atrás Chimbote, y al cruzar el añejo túnel de la salida de la ciudad, el pesado vehículo comienza a recorrer las márgenes del caudaloso rio Santa, con dirección a las alturas de los orígenes de sus torrentes.

Se dejan, las agitadas urbes para entrar en las incontables parcelas verdes, de pan llevar, ubicados en las márgenes de la carretera de penetración regados con las aguas del caudaloso rio Santa, bajadas murmurantes desde las fuentes hídricas andinas de la cordillera blanca.

Las esporádicas viviendas a distancias que pasamos de a ratos en estos verdes, valles, nos trasladan rápidamente a un imaginario viaje de retorno a nuestras épocas de infancia y adolescencia, que, las roídas viviendas de antaño que quedan todavía por ahí aun al borde de la carretera que recorre hoy el borrado trazo de la vía férrea de antaño y ellas nos traen los recuerdos de mejores épocas que tuvieron estos edificios abandonados y que al paso de nosotros  por ellas, las pueblo mágicamente de fantasmales gentes, transitando apurados junto a la gigantesca maquina ferroviaria estacionada allí de un mejor pasado en el tiempo, ido, y desde la ventana del vagón de pasajeros de mi mágico tren que detengo su marcha lentamente como esta lo hacía, cual revivida travesura infantil que no volverán jamás, los veo nuevamente ofreciendo a  sus mercancías fructíferas a unos y también a otros las causas de pescado seco envueltos en hojas de plátano y algunos más por allí que ofrecen sus papas rellenas calientes servidos en trozos de papel manteca, en agitadas disputas entre ellos para hacerse del cliente ocasional, y que, este, sea satisfecho con sus antojados pedidos de viaje, que lo disfrutara seguramente en la inicial y lento reinicio de la marcha del tren, saboreando las delicias culinarias con sus manos, porque, los cubiertos descartables de hoy, no existían, en el ayer para ello.

 El brusco movimiento del bus de viaje, me recuerda que no volverán nunca  más estas cotidianas faenas, del pasado.



El ferrocarril del Santa se fue pitando y echando humos negros más fuerte que nunca,  para siempre, un, 31 de mayo de 1.970, con el atroz terremoto y posterior aluvión en Yungay, en aquel entonces, sufrido, por nuestro departamento que con su inmensa furia, destruyendo toda la vía férrea del tren, como un daño irreparable para siempre.

El bus sigue avanzando y la tarde va llegando a su fin, las sombras de las noches entre las cañadas y callejones de las áridas montañas, van cubriéndolas, y, esporádicamente vemos cruzar de a ratos a los ómnibus que bajan de las serranías ancashinas, con sus bulliciosas bocinas de saludos ruteros, cubiertas con toldos para la lluvia en el techo de carga y rápidamente nuestras mentes viajeras, que quedan para siempre en nuestros imborrables recuerdos, por los oscuros colores que exhiben  estas, nos imaginamos el paso de ellos, por una copiosa mangada de lluvia caídas por las punas de Cahuacona en la ruta a Sihuas, o tal vez, también, una ocasional lluvia, en algún cercano trayecto de nuestra ruta de ascenso, que avivan en nosotros nuestras añoranzas de sentirlas golpeándonos los hombros y empapándonos de ella, como, cuando nos sorprendían fuera de casa en algún frío invierno coronguino buscando guarecernos en algún lugar de ella.

Huarochirí hoy, o el Chorro en épocas pasadas de mejores tiempos, nos indican que tenemos que dejar ya el caudaloso ríos Santa, para dar el inicio de un lento ascenso de zigzag y gradientes variadas que de solo mirarla en las faldas de las grandes montañas en la distancia subiente, atemorizan a los conductores advenedizos que se internan por esas rutas, y que ahora, el rugiente motor de nuestro pesado, bus, va superando lentamente curva a curva para que en determinado momento allá, desde arriba ya, divisemos al río Santa abajo, bien abajo, cual cinta de plata perderse entre  áridas cañadas de su cauce de bajada al mar chimbotano.

Las corrientes de aire llegadas a nuestros oídos nos traen en sus ondas, el murmullo de sus aguas en su recorrido agreste emitido de vez en cuando, que nos recuerda que en algún momento estuvimos, también, junto a ella.

Ahora el ronquido esforzado de ascenso del potente motor, se pierde por un momento cuando se abre la puerta principal de la cabina de conducción y de pronto disfrutamos al escuchar momentáneamente, los acordes musicales de un alegre huayno que viaja con los conductores, para no agotarles las energías de concentración vial, como, también se encarga de hacerlo a algunos de ellos seguramente el bolo de coca  que lleva en la boca, con las porción exacta del  ancestral chacchado de la hoja sagrada de los incas, estimulante vital para el largo trayecto recorrido desde la lejana capital de la república, y mantenerlos así, siempre despierto y seguros al volante al rudo conductor andino.

Estamos recorriendo las faldas de las indomables y áridas montañas y la noche nos muestran ya, el estrellado cielo serrano. 

A las distancias de las alturas se puede apreciar las luces nocturnas perdidas entre las sombras de las montañas, que sus esporádicas brillos  delatan de las existencias de pequeños poblados, que, se esconden entre las faldas de la cordillera, cual nido de volátiles luciérnagas en cerrada noche cuando vuelan, su posiciones en las abruptas lejanías andinas  de la cordillera negra, que no identificamos.

Coronado el ascenso, de este primer, empinado trecho empieza un lenta travesía horizontal de infinidades curvas pequeñas en las faldas de la movida falla geológica de las montañas en el sector de Huampish, lugar, donde desde sus movedizas entrañas brotan torrentes de aguas saladas, inútiles para las siembras y a una distancia corta ya, se ve el resplandor de luces de mercurio del alumbrado público del distrito coronguino de la Pampa la tropical ciudad para muchos de nosotros en nuestra niñez, que, despierta la algarabía de  nuestros acompañantes de viaje en el interior del bus e inician murmullos agitados por saberse y sentirse cada vez más cerca del ansiado destino final.

Pasado el calido pueblo de la Pampa, el recorrido prosigue sin sobresaltos para algunos nerviosos viajantes en el salón de pasajeros,  porque, la oscura noche cubre los peligrosos acantilados que el borde de la carretera esconde a la izquierda del bus  y a más de uno nos atemoriza, pero que son partes de nuestra adrelínica identidad serrana, que no olvidamos nunca, porque, por allí nosotros las pasábamos en el techo en la canastilla de equipajes de el Heraldo de los Andes, el, primer bus de transportes de coronguinos (1,965), que hacia los viajes diarios a la estación de Yungaypampa, con pasajeros y carga  de mercaderías para los comercios.

El característico olor sulfuroso del aire, en el hoy iluminado caserío de Pacatqui, nos recuerda las épocas de mejores y gozosos chapuzones en la piscina de aguas termales, que, anhelamos volver a sentirlos como una forma de revivir gratos recuerdos de antes, de, emprender el empinado ascenso por la culebrilla rumbo a Corongo, como se hacía cuando solo hasta allí, llegaba la carretera. A lomo de bestia, después de haber cruzado el tambaleante puente colgante sobre el río Rupaj. Que muchos recordamos como las experiencias más imborrables vividas en el ayer.

Acá también, vuelven a nuestras memorias las inolvidables travesías emprendidas tras haber llegado a ella desde Yungaypampa en la góndola multicolores de pasajeros de esa época, que recorrían esa ruta bajo la conducción de Antioco, un chofer pampino que conocimos y recordamos, de nuestra niñez.

En esos pasados tiempos nos puso también como circunstanciales testigos de cuando la montaña de duro granito de la Culebrilla, era vencida en lentitud pasmosa en arriesgadas faenas de algunos colgados taladrantes de la roca, para colocar la dinamita y armar calambucos, y, abrirle así, paso a la esperada carretera que por aquel entonces esos lugares de allí, nos parecían tan lejanos y distantes de llegar todavía  hasta Corongo.

Seguimos el lento ascenso entre las moles eternas, y, ahora el frio andino se comienza a sentir en las mejillas ya, como golpes de aires helados, cuando la rendija abierta de la luna de la ventana del bus la deja filtrarse, sintiéndose, con mayor sensibilidad en el cálido ambiente del salón de los cincuenta viajantes y nos obliga algunos a ponernos las prendas abrigadoras, traídas para la ocasión, porque faltan menos de una hora, para llegar al destino añorado.

Es momento de hacer un pequeño inventario de las pertenencias, que son llevadas en la bodega del bus y estar atentos de no perder una, en el destino final.

Llegamos a Colcabamba, luego Turhuasi, Aticara, ahora serán las últimas curvas en zigzag que tendrán que ser devoradas por el vehículo motriz, y pronto  nos encontramos coronando los últimos trechos de nuestro recorrido  y  ahora sí, el frío andino, dejados de sentir en esta larga ausencia de ella, se siente con mayor crudeza y desde los tres mil metros de continuo ascenso, le vamos echamos un vistazo a la ruta recorrida, allí abajo, como momentánea despedida de los lugares pasados, orientados su ubicación por las esporádicas luces de los pequeños poblados cruzados. Allí quedan Pacatqui, Ninabamba, la Pampa,  lejos ya de nosotros.

Nuestra respiración se agita por la raleza del oxígeno en nuestros pulmones y también por los acelerados palpitares de nuestro corazón, al ver, el resplandor de las primeras luces de Corongo, desde, la bienvenida dada en el Mirador al retorno de todo hijo prodigo vuelto.

Un corto recorrido más y la casi medianoche coronguina, que en descanso silencioso duerme, ya, nos abren el paso de la entrada también  las luces amarillentas del arco de concreto en el inicio de  la ciudad, un emblemático y obligado paso de los venidos de la costa en el barrio de Dos de Mayo.

La estrecha y empedrada calle Lima al paso del vehículo automotor que recorre lento y que las fachadas de las casas en esta calle parecen amplificar más el ruido motriz emitido por el bus, de algún modo anunciado creo yo el arribo nuestro, a la durmiente ciudad coronguina que nos enternecen el haber llegado a ella sin novedad ahora después de una larga ausencia nuestra.

Las guardadas emociones almacenadas en nuestro ser de nuestra larga ausencia, también palpitan en sentimientos encontrados de alegría y tristeza al saber que pronto descendernos de ella y volveremos a pisar la tierra bendita que albergo nuestra infancia y adolescencia, como, así también nuestro primeros sentimientos de amor que ahora al expandir nuestras vistas en esta oscura noche de nuestra llegada por la silenciosa y vacías calles voy buscando encontrarla por allí, entre sus sombras nuestros recuerdos perdidos, tratando de ubicarlos entre las viejas y blancas paredes de nuestros arrecostados romances en ellas, o tal vez hallar nuevamente el zaguán escondido que nos cobijaba acurrucando a nuestro primer amor, en los atardeceres después del colegio, donde, seguramente quedaran nuestros espíritus vagando para siempre junto a las empedradas calles frías en silencio sepulcral cual lagrimas penantes bajo su estrellado cielo. Que hasta ahora nuestro corazón recuerda en algunas noches de buenos sueños que tenemos, o, cuando partamos para siempre de este mundo ya.

Hoy nuevamente estamos aquí en el atardecer de nuestras vidas, para reverdecer nuestros recuerdos y caminarte como siempre lo hicimos por todos tus rincones, como patas de perro que fuimos por los alrededores tuyos o  también como lo hacíamos en la bicicleta Monark roja que papa nos compró, carretera abajo, sin parar hasta Aticara para un buen chapuzón junto a Calolo Ramirez cuantas veces quisimos, que en nuestros tiempos era como irnos de viaje lejos de casa, sin permiso, a disfrutar de la piscina de aguas termales. Aunque a la vuelta, carretera arriba, empujando la bicicleta, era como subir al Callahuaca, con ella. Al hombro.   

Ahora estamos nuevamente aquí para aspirar los alcanforados aires desde el San Cristobal, a, cuyos pies estaba nuestro hogar, que lo observaremos desde arriba como cuando lo hacíamos sentados al pie de la cruz con nuestra cometa hecha de carrizos y vacilante flameaba sobre los techos rojizos coronguinos, empujado con las corrientes de aire ocasionales en pleno verano andino soleado, siempre.

Que más que la fiesta de junio de Corongo, para hacerlo ahora, con nuestros alegres recuerdos de nuestra estancia por tus suelos, hasta, cuando el patrón San Pedro nos lo permita.

Quizás.    

La imagen puede contener: una o varias personas, cielo y exterior


Post a Comment

0 Comments