Recuerdo que aquella noche mi amigo Joshe, anunciándose media cuadra antes con su ruidosa bicicleta llamó a la puerta de mi habitación, a unos pasos del rio Quilcay, para invitarme a llevar una serenata, no lo pensé dos veces, dejé mis diseños a medias en el tablero y sin que se despierte jalé mi acordeón que se cobijaba debajo del catre y nos enrumbamos a las afueras de la ciudad. ¡Nos van a pagar!, comentó mi amigo, incrementando mi entusiasmo, algo que en realidad nunca se concretó. Con el pretexto de calentar la garganta nos di…
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